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Conversaciones telefónicas

Le gustaba sentarse en el salón tras apagar todas las luces de la casa, para quedarse únicamente alumbrado por una lámpara. La tenía en una de las mesillas, junto al sofá, y aunque no hacía una luz especialmente clara, era suficiente. La había traído de un mercadillo de baratijas hacía cinco meses, y pocos días después de comprarla sucedió algo; algo que le aficionó a estar parado en ese rincón de la casa, cada día, durante horas. Podía afirmar que estando allí sentado, junto a la luz débil de la lámpara, había vivido algunos de los momentos más intensos que recordaba. Era consciente de que aquello que se los proporcionaba era una locura, pero le gustaba dejarse llevar. Ese lugar era especial, y el recuerdo de lo que allí pasaba, se quedaría con él para siempre.

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Aquí estoy.

No quiero una presentación formal ni tampoco una informal. Mucho menos quiero una carta de intenciones que trate de explicar lo que soy o lo que hago aquí. No quiero siquiera definir lo que quiero que pase entre nosotros, sino que tus sentidos lo entiendan. No me conoces y ésta es la primera vez que me lees.

Lo que debes saber de mí es que no me gusta que se me nombre por lo que no soy. ¿A quién sí? Las etiquetas sólo me gusta verlas en las tiendas. Soy más partidaria de los mensajes cifrados que se dejan los habitantes de una casa que se evitan. Me gusta el misterio y quiero que aprendas a confiar en mí sin tener la certeza de que te estoy hablando en serio. Piensa que es un juego entre extraños, porque eso es lo que es. Hay pocas cosas tan místicas como el choque entre dos personas que se acaban de descubrir y que no saben todavía lo que pueden esperar el uno del otro (y si eso va a doler).  

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